El 7 de agosto de 2022 marcó un hito en la historia política reciente de Colombia. Ese día, el presidente del Senado tomó juramento al nuevo jefe de Estado, dando inicio a un gobierno cuyo signo ideológico no coincidía con la tradición dominante de los últimos dos siglos. Más que un giro doctrinal, se trató de la ruptura simbólica de un ciclo histórico: durante doscientos años, el poder político y administrativo descansó de manera casi ininterrumpida en un reducido conjunto de familias y élites, que se turnaban la dirección del Estado como si se tratase de una continuidad natural.
Aunque existieron mandatarios que no pertenecían estrictamente a dichas élites, sus ascensos fueron, en la mayoría de los casos, tolerados o respaldados por los mismos grupos de siempre. De este modo, el país vivió bajo una estructura sociopolítica hereditaria donde la Presidencia era, en la práctica, un escenario de sucesiones familiares o de legitimidades pactadas.
Durante ese prolongado periodo, la nación experimentó profundas desigualdades económicas, exclusiones sociales sistemáticas y un déficit persistente de representación democrática. A pesar de la promulgación de la Constitución de 1991 concebida como un pacto renovador para el Estado Social de Derecho las estructuras de concentración del poder y las prácticas de abuso y cooptación institucional se mantuvieron casi intactas.
Los efectos de esa historia fueron devastadores: desplazamientos forzados masivos, despojo de tierras, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones y la ruptura de núcleos familiares. La violencia se convirtió en una constante transversal que afectó a campesinos, trabajadores, estudiantes, profesionales, adultos mayores y jóvenes por igual. El conflicto interno suplantó el ejercicio deliberativo y la fuerza del pensamiento fue sustituida por el predominio de las armas. La seguridad, convertida en discurso, se transformó en instrumento de legitimación de políticas de excepción.
El cambio político de 2022, por tanto, no debe interpretarse únicamente como una alternancia democrática propia de cualquier sistema republicano sino como un fenómeno social producido por la acumulación de demandas históricamente aplazadas. Fue la expresión del cansancio colectivo ante la injusticia, la desigualdad estructural y la exclusión política. Surgió, además, sustentado en la memoria de generaciones que trabajaron y lucharon por la posibilidad de construir un país distinto, muchos de los cuales no llegaron a presenciar el momento que soñaron.
Hoy, próximos al 7 de agosto de 2026, es posible reconocer avances significativos: se han reivindicado derechos negados, se ha fortalecido la participación ciudadana, se ha reactivado el debate público alrededor de la equidad, la dignidad humana y la justicia social; y se ha reavivado el ideario bolivariano en torno a la libertad y la soberanía popular. La ciudadanía ha comenzado a reconocerse como sujeto político y no únicamente como espectadora pasiva de la historia.
Sin embargo, también es necesario comprender las limitaciones del tiempo histórico. Cuatro años, frente a doscientos de acumulación desigual, son insuficientes para la transformación estructural de un país. Ningún gobierno ni siquiera uno respaldado por un fuerte consenso nacional puede revertir las huellas de la exclusión, la violencia y la concentración económica en tan breve periodo. De ahí que estos primeros cuatro años puedan ser descritos como años con alas: años que avanzaron con rapidez, que abrieron posibilidades, pero que no alcanzaron a consolidar la totalidad de las reformas necesarias.
Hoy observamos con nostalgia y lucidez la proximidad de su cierre. La tarea que queda por delante exige continuidad institucional, madurez democrática y cohesión social. Más allá de nombres, partidos o liderazgos individuales, lo que debe preservarse es la dirección histórica: la construcción de un país más justo, más plural, más humano.
Que los vientos de libertad, igualdad y justicia que alcanzaron a soplar durante este periodo no se disipen con el cambio de calendario. Que el horizonte de transformación no se reduzca a una experiencia transitoria, sino que permanezca como un propósito colectivo, constante y verificable.
Porque estos fueron, sin duda, años con alas.
Y las alas, cuando vuelan, señalan siempre la dirección del futuro.
Colofón: a mi parecer no hay que cortarle las alas a los años y más si son de transformación y justicia, como los últimos cuatro. Mi recomendación es seguir por los mismos vientos que permitieron desplegar la envergadura de la Democracia en Colombia.
Por: Jáider Alfonso Gutiérrez Vega
