En cada municipio, corregimiento o población donde se realiza un festival o concurso de cualquier modalidad o categoría relacionada con la música vallenata —bien sea de acordeoneros, canciones inéditas, cantantes o piquería— se contribuye, de una u otra manera, a la promoción y preservación de las tradiciones culturales de la región.
Estos eventos, en su gran mayoría, provienen de iniciativa privada y de personas naturales que asumen, en buena parte, lo que les corresponde a las instituciones públicas. Allí se manifiesta la responsabilidad social de los particulares de manera voluntaria y altruista, en la misión que tiene la sociedad de proteger su patrimonio cultural inmaterial.
Pero la mayor parte de la sociedad no vive en función concreta de este tipo de iniciativas y actividades; a la mayoría de la población le interesa más la parranda, el jolgorio, el baile, la diversión. Es por eso que, cuando se hacen los festivales, la gente se interesa mucho más por la parrilla de artistas invitados que por los concursos.
Las autoridades locales se dieron cuenta hace rato de eso, y por ello invierten muchos millones en contratar músicos para llevarle el pan y circo que pide el pueblo. Esas mismas autoridades, cuando ven que las fiestas les rinden dividendos electorales, se apoderan de ellas y las direccionan de tal manera que los organizadores se convierten en un apéndice de la administración municipal, a la que obedecen ciegamente.
Como en este país la cultura ha sido, es y seguirá siendo la cenicienta, las migajas que se le asignan en los presupuestos de los gobiernos locales toman otros rumbos. Hay festivales en los que se cancelan o eliminan concursos importantes a cambio de invertir esos dineros en la contratación de grupos musicales para diversificar la parrilla. Los alcaldes ya saben que el pueblo prefiere ver en las tarimas de los parques a sus artistas favoritos, incluso a cambio de la mejora de algunos servicios públicos esenciales.
Pero en medio de tanta desazón, uno también se encuentra con buenos ejemplos de cómo se deben hacer las cosas. La lógica indica que un festival que apenas inicia nazca con pocos concursos y, año tras año, se enriquezca con nuevas modalidades. Un festival crece, no cuando lleva mejores artistas invitados para sus bailes populares, sino cuando fortalece sus concursos con mejores premiaciones y nuevas categorías.
Tengo conocimiento de que en la versión 27 del Festival del Carnero, en el corregimiento de Guaymaral, municipio de Valledupar, fue creada la categoría de acordeoneros veteranos, lo que sin duda le dio a ese evento un realce significativo. Tanto así, que el pódium quedó así: Julián Rojas, Juan David Herrera y Manuel Vega, tres reyes del Festival de la Leyenda Vallenata. Así es como se impulsa nuestro patrimonio cultural. Ojalá muchos otros festivales sigan ese ejemplo.
Colofón: Este año no pude ir a La Peña, municipio de San Juan del Cesar, en La Guajira, donde se realizó la versión 37 del Festival de la Patilla. Hubiese sido muy emocionante ver coronarse como rey de la canción inédita comercial a ese buen amigo, exalumno, doble colega y gran compositor Ricaurte Solórzano Salas: abogado, especialista en derecho público, consejero académico en representación de los egresados de la Universidad Popular del Cesar. Este señor es uno de los compositores actuales con verdadero fundamento. Lo ha demostrado ya en muchos festivales; solo le falta que los intérpretes del buen vallenato se interesen en sus canciones.
Por: Jorge Naín Ruiz Ditta.
